El domingo pasado en honor a mi hermana menor, que estaba en
Chile, mi madrina nos invitó a comer pastel de Choclo (el mejor pastel del
mundo). El solo escuchar la invitación a comer un pastel de choclo casero y
Buinense me hizo agua la boca.
Cuando era chica, hacer pastel de choclo o humitas era un
trabajo de toda la familia, nos levantábamos temprano, mi mami sacaba el mantel
de grueso y floreado hule de la mesa de la cocina y ponía allí una montonera de
choclos que yo veía como un cerro infinito de hojas sonrientes mostrando los
dientes amarillos. A mi hermana chica y a mí nos tocaba pelarlos y una vez
listos pasárselos a mi mami quien con un enorme cuchillo les arrancaba todos
los dientes, transformándolos en unas
corontas anaranjadas. Mi papá ponía en el patio otra mesa a la que
ajustaba un molino de fierro que mi mami cuidaba con devoción. Mi hermano y mi papá se turnaban moliendo los dientes de
los choclos, mi hermano Iván llenaba el molino y empezaba a dar vuelta la
manivela, apareciendo por delante del molino una pasta espesa que caía en un
gran tiesto, y por debajo del molino caía a otro tiesto un jugo que parecía una
leche amarillenta.
Mi mamá dirigía la faena y esta cadena de actividades
funcionaba cual industria, nosotras pelábamos, mi mamá sacaba los dientes y una
vez lleno el tiesto lo llevaba al molino, mi papá y mi hermano molían y mi mami
les iba cambiando tiesto con pasta de choclo por tiesto con dientes listos para
moler, vaciaba el tiesto con jugo sobre la pasta y así sucesivamente hasta que
terminábamos con todos los choclos molidos, ella se encargaba de armar las
humitas, o de hacer el pino y cocer el choclo para el pastel (el raspado de la
olla era siempre para mi hermano, grrrr) nosotros poníamos la mesa, y esperábamos
ansiosos a comer el resultado de nuestro esfuerzo y trabajo.
Era de lo más divertido ir desvistiendo de a poco a estos sonrientes
señores, cuidando no romper las hojas en el caso de que el propósito era hacer
humitas, para ello había que ir dejando las hojas grandes y enteras en un lugar
y las hojas más pequeñas y secas en otro, las que no cumplían estos atributos
iban al tacho de la basura, las del primer grupo había que emparejarlas y las
del segundo pasaban a ser amarras, estas reglas mis hermanos y yo las
aprendíamos desde el primer verano en que éramos capaces de sostener un choclo,
entonces ya pasábamos a ser operarios en
esta cadena de producción.
Cuando los choclos ya estaban sin hojas había que quitarles
el pelo, primero les tirábamos el moño y luego sacábamos pelo por pelo en una competencia por quién dejaba más pelado
el choclo. Mi mamá era buena jefa, nos devolvía los choclos mal pelados, pero cada
cierto tiempo destacaba la buena labor “pero
que bien pelado este choclo de la Martita” decía con admiración y yo miraba
orgullosa y despectiva a mi hermana, pero al rato, mi sabia madre decía “qué buen trabajo está haciendo la Janyita”
entonces era mi hermana a la que se le inflaba el pecho y yo me esmeraba en que
el próximo choclo perfectamente pelado fuera mío. Con mi hermana (sólo nos
llevamos por 1 ½ año) estas tareas eran una fiesta, porque cada cierta cantidad
de choclos nos aparecían unos gusanos verdosos y regordetes que cada una juntaba
en un tiesto aparte, para, al terminar la faena contar quién logró más gusanos,
los que se transformaban en nuestras mascotas por todo un día, hasta que nos
cansábamos de ellos y los dejábamos libres. Estos diminutos amigos eran la
razón por la cual mi otra hermana, Natalia, no participaba directamente de las
tareas de la preparación del pastel o las humitas, sufría una aversión por los
gusanos que Janyi y yo nunca creímos. Mi mamita sí le creía, y por eso la había
liberado del proceso, el día de los choclos a Naty le tocaba hacer el aseo. Aún
así, Janyi y yo reclamábamos que Naty no
participaba y que lo del temor gusanístico no era más que una excusa para no
mancharse las manos. Un día, planeamos desenmascararla, juntamos los gusanos de
ambas y los dejamos en un rincón por donde de seguro nuestra hermana tendría
que pasar la escoba. Nosotras, las hermanas chicas, cómplices y malvadas,
seguimos pelando choclos con cara de santitas hasta que de pronto se escuchó un
tremendo grito en el living, todos corrimos a ver… allí estaba ella, sentada en
el suelo, casi desmayada, llorando con hipo y sollozos, inmovilizada ante una
decena de inocentes gusanos verdosos y regordetes que apenas podían moverse de
tan gordos. Obviamente no pudimos
ocultar nuestra responsabilidad en el hecho, lo cierto es que desde ese día no
volvimos a cuestionar su exclusión en el proceso choclístico, aunque, ahora de
adultos, cuando nos juntamos los 4 hermanos, recordamos este trabajo grupal y
aún le reprochamos a ella el no estar, a mi hermano acabronarse con el raspado
de la olla y ella a nosotras haber confabulado para provocarle casi un infarto
con los famosos gusanos, lo que nos causa grandes carcajadas.
Así es, junto a los choclos aprendimos a trabajar en equipo,
aprendimos que cada eslabón es importante en la cadena, ninguno más, ninguno
menos. Aprendimos que cuando uno trabaja en pos del mismo objetivo, el producto
sabe mucho mejor, aprendimos que el trabajo colectivo une con lazos difíciles
de cortar.
Un choclo, verdura sobre la cual muchas veces no prestamos
atención puede ser una fuente de aventuras y aprendizaje infinito que sólo de
adulto comprendes, y eres capaz de recordar todo ese aprendizaje cuando te
llevas a la boca un tenedor con maravilloso pastel o noble humita, fruto de un
gran y valorado trabajo, porque, dicho sea de paso, el pastel o las humitas
molidas en la juguera o en la 1 2 3 no tienen comparación con aquellos en
hechos en molino.
El domingo pasado, en Buin, probé el pastel de mi madrina,
cerré los ojos y casi pude ver todo lo que les acabo de contar.