Durante mis primeros 13 años de vida fui
torturada por un moño perfectamente tirante, pero tan tirante que parecía
china, un moño al que no se le escapaba ni un solo pelo ya que mi mami se
aseguraba de ello poniéndome algún ungüento. Era tan tirante y tan pegado que
no me enteré que era crespa hasta los 14 años, ¡¡en serio!! Esa historia la
contaré otro día, lo importante es que una vez que mi pelo se pudo mostrar tal
cuál es, me prometí nunca más atarlo,
nunca más someterlo a opresiones, secadores, químicos, ni cepillos que lo
quieran subordinar.
Vivan los pelos que vuelan libres, que se
enredan en los dedos del amado, que se pegotean con el chicle descuidado, que
se ondulan o alisan según el estado de ánimo de la dueña. Vivan los pelos que
se mueven al ritmo del caminar, del bailar o del amar, en resumidas cuentas,
¡viva el pelo al talco! (obvio, tal como salió de la ducha) esas eran mis
consignas cabellísticas.
Todo iba muy bien hasta que hace unos 5 años
más o menos pasó algo inesperado, me estaba mirando al espejo y ¡¡oh!! justo al
medio de mi despeinada cabellera se levantaban dos pelos más despeinados que el
resto… ¡¡¡de color blanco!!!! Traté de ignorarlos pero fue inevitable porque no
sólo era su color, es que eran más cortos que el resto y dele con pararse a
llamar la atención, juro, que no tuve alternativa, un día ayudada de una pinza
los tiré y los saqué de cuajo, me sentí aliviada de no verlos pero me duró
poco, días después descubrí con estupor que los viles habían vuelto, pero esta
vez traían a varios amiguitos suyos. ¿Aceptar que el tiempo pasa
inexorablemente? ¡¡Nunca!! Soy tan rebelde como mi pelo, y un día me fui en
picada contra todas las indiscretas canas, ¡qué se han creído! No van a venir a
hacerme ver más vieja de lo que soy, Ja!! Y las saqué una por una con
premeditación y alevosía.
Por harto tiempo se me hizo hábito buscar las
canas y sacarlas, lo malo es que siempre encontraba nuevas, y cada vez más…
cierto día caí en cuenta que de seguir con ese tratamiento iba a terminar
calva, lo que me haría ver bastante peor.
Tratando de buscar una solución que no me
hiciera claudicar de mi promesa de pelo libre, encontré un remedio maravilloso,
la Henna, me la recomendó una amiga, era un producto natural que camuflaba a
las indiscretas y se iba de a poco, con el lavado de pelo. Ya lo dije,
maravilloso, la Henna, mi pelo y yo éramos el trío perfecto.
No tengo claro qué hice mal, pero de pronto
la Henna se iba más rápido que eyaculador precoz, no camuflaba tanto las canas,
y lo poco que lo hacía se iba al primer lavado, por lo que hubo que cambiar de
estrategia. Hasta entonces me resistía a la obligación de la peluquería, las
visitaba solo lo necesario para “cortarme las puntas” y mantener un pelo sano, pero
a esa altura necesitaba una opinión especializada así que fui y me dieron el antídoto ideal, un tinte sin
amoníaco que cubre las canas y se va con los lavados sin dejar marcas.
Con ese tinte estuve un par de años, se suponía
debía ir cada vez que fuera necesario. Yo estiraba harto el tiempo porque nunca
tan canosa tampoco, y por último, porque me negaba a la esclavitud de la
peluquería mensual. Esa resistencia me duró hasta que volvieron a aparecer esos
dos pelos blancos que se paran rebeldes e indómitos llamando la atención de
quién esté hablándome de frente. Era muy notorio e incómodo, la gente en vez de
mirarme a los ojos me miraba los pelos blancos parados al medio de mi cabeza.
Hace poquito con rabia, pena y mordiendo mis
consignas de pelo al talco me fui al sillón del peluquero y acepté la
esclavitud de la visita mensual como quién se resigna a lo inevitable.