viernes, 31 de enero de 2014

BENDITOS CHOCLOS


El domingo pasado en honor a mi hermana menor, que estaba en Chile, mi madrina nos invitó a comer pastel de Choclo (el mejor pastel del mundo). El solo escuchar la invitación a comer un pastel de choclo casero y Buinense me hizo agua la boca.
Cuando era chica, hacer pastel de choclo o humitas era un trabajo de toda la familia, nos levantábamos temprano, mi mami sacaba el mantel de grueso y floreado hule de la mesa de la cocina y ponía allí una montonera de choclos que yo veía como un cerro infinito de hojas sonrientes mostrando los dientes amarillos. A mi hermana chica y a mí nos tocaba pelarlos y una vez listos pasárselos a mi mami quien con un enorme cuchillo les arrancaba todos los dientes, transformándolos en unas  corontas anaranjadas. Mi papá ponía en el patio otra mesa a la que ajustaba un molino de fierro que mi mami cuidaba con devoción. Mi hermano  y mi papá se turnaban moliendo los dientes de los choclos, mi hermano Iván llenaba el molino y empezaba a dar vuelta la manivela, apareciendo por delante del molino una pasta espesa que caía en un gran tiesto, y por debajo del molino caía a otro tiesto un jugo que parecía una leche amarillenta.
Mi mamá dirigía la faena y esta cadena de actividades funcionaba cual industria, nosotras pelábamos, mi mamá sacaba los dientes y una vez lleno el tiesto lo llevaba al molino, mi papá y mi hermano molían y mi mami les iba cambiando tiesto con pasta de choclo por tiesto con dientes listos para moler, vaciaba el tiesto con jugo sobre la pasta y así sucesivamente hasta que terminábamos con todos los choclos molidos, ella se encargaba de armar las humitas, o de hacer el pino y cocer el choclo para el pastel (el raspado de la olla era siempre para mi hermano, grrrr) nosotros poníamos la mesa, y esperábamos ansiosos a comer el resultado de nuestro esfuerzo y trabajo.
Era de lo más divertido ir desvistiendo de a poco a estos sonrientes señores, cuidando no romper las hojas en el caso de que el propósito era hacer humitas, para ello había que ir dejando las hojas grandes y enteras en un lugar y las hojas más pequeñas y secas en otro, las que no cumplían estos atributos iban al tacho de la basura, las del primer grupo había que emparejarlas y las del segundo pasaban a ser amarras, estas reglas mis hermanos y yo las aprendíamos desde el primer verano en que éramos capaces de sostener un choclo, entonces ya pasábamos a ser  operarios en esta cadena de producción.
Cuando los choclos ya estaban sin hojas había que quitarles el pelo, primero les tirábamos el moño y luego sacábamos pelo por pelo  en una competencia por quién dejaba más pelado el choclo. Mi mamá era buena jefa, nos devolvía los choclos mal pelados, pero cada cierto tiempo destacaba la buena labor “pero que bien pelado este choclo de la Martita” decía con admiración y yo miraba orgullosa y despectiva a mi hermana, pero al rato, mi sabia madre decía “qué buen trabajo está haciendo la Janyita” entonces era mi hermana a la que se le inflaba el pecho y yo me esmeraba en que el próximo choclo perfectamente pelado fuera mío. Con mi hermana (sólo nos llevamos por 1 ½ año) estas tareas eran una fiesta, porque cada cierta cantidad de choclos nos aparecían unos gusanos verdosos y regordetes que cada una juntaba en un tiesto aparte, para, al terminar la faena contar quién logró más gusanos, los que se transformaban en nuestras mascotas por todo un día, hasta que nos cansábamos de ellos y los dejábamos libres. Estos diminutos amigos eran la razón por la cual mi otra hermana, Natalia, no participaba directamente de las tareas de la preparación del pastel o las humitas, sufría una aversión por los gusanos que Janyi y yo nunca creímos. Mi mamita sí le creía, y por eso la había liberado del proceso, el día de los choclos a Naty le tocaba hacer el aseo. Aún así, Janyi y yo  reclamábamos que Naty no participaba y que lo del temor gusanístico no era más que una excusa para no mancharse las manos. Un día, planeamos desenmascararla, juntamos los gusanos de ambas y los dejamos en un rincón por donde de seguro nuestra hermana tendría que pasar la escoba. Nosotras, las hermanas chicas, cómplices y malvadas, seguimos pelando choclos con cara de santitas hasta que de pronto se escuchó un tremendo grito en el living, todos corrimos a ver… allí estaba ella, sentada en el suelo, casi desmayada, llorando con hipo y sollozos, inmovilizada ante una decena de inocentes gusanos verdosos y regordetes que apenas podían moverse de tan gordos.  Obviamente no pudimos ocultar nuestra responsabilidad en el hecho, lo cierto es que desde ese día no volvimos a cuestionar su exclusión en el proceso choclístico, aunque, ahora de adultos, cuando nos juntamos los 4 hermanos, recordamos este trabajo grupal y aún le reprochamos a ella el no estar, a mi hermano acabronarse con el raspado de la olla y ella a nosotras haber confabulado para provocarle casi un infarto con los famosos gusanos, lo que nos causa grandes carcajadas.
Así es, junto a los choclos aprendimos a trabajar en equipo, aprendimos que cada eslabón es importante en la cadena, ninguno más, ninguno menos. Aprendimos que cuando uno trabaja en pos del mismo objetivo, el producto sabe mucho mejor, aprendimos que el trabajo colectivo une con lazos difíciles de cortar.
Un choclo, verdura sobre la cual muchas veces no prestamos atención puede ser una fuente de aventuras y aprendizaje infinito que sólo de adulto comprendes, y eres capaz de recordar todo ese aprendizaje cuando te llevas a la boca un tenedor con maravilloso pastel o noble humita, fruto de un gran y valorado trabajo, porque, dicho sea de paso, el pastel o las humitas molidas en la juguera o en la 1 2 3 no tienen comparación con aquellos en hechos en molino.

El domingo pasado, en Buin, probé el pastel de mi madrina, cerré los ojos y casi pude ver todo lo que les acabo de contar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario