lunes, 18 de junio de 2012

¡¡MALDITAS CANAS!!


  Durante mis primeros 13 años de vida fui torturada por un moño perfectamente tirante, pero tan tirante que parecía china, un moño al que no se le escapaba ni un solo pelo ya que mi mami se aseguraba de ello poniéndome algún ungüento. Era tan tirante y tan pegado que no me enteré que era crespa hasta los 14 años, ¡¡en serio!! Esa historia la contaré otro día, lo importante es que una vez que mi pelo se pudo mostrar tal cuál es, me prometí  nunca más atarlo, nunca más someterlo a opresiones, secadores, químicos, ni cepillos que lo quieran subordinar.

  Vivan los pelos que vuelan libres, que se enredan en los dedos del amado, que se pegotean con el chicle descuidado, que se ondulan o alisan según el estado de ánimo de la dueña. Vivan los pelos que se mueven al ritmo del caminar, del bailar o del amar, en resumidas cuentas, ¡viva el pelo al talco! (obvio, tal como salió de la ducha) esas eran mis consignas cabellísticas.

  Todo iba muy bien hasta que hace unos 5 años más o menos pasó algo inesperado, me estaba mirando al espejo y ¡¡oh!! justo al medio de mi despeinada cabellera se levantaban dos pelos más despeinados que el resto… ¡¡¡de color blanco!!!! Traté de ignorarlos pero fue inevitable porque no sólo era su color, es que eran más cortos que el resto y dele con pararse a llamar la atención, juro, que no tuve alternativa, un día ayudada de una pinza los tiré y los saqué de cuajo, me sentí aliviada de no verlos pero me duró poco, días después descubrí con estupor que los viles habían vuelto, pero esta vez traían a varios amiguitos suyos. ¿Aceptar que el tiempo pasa inexorablemente? ¡¡Nunca!! Soy tan rebelde como mi pelo, y un día me fui en picada contra todas las indiscretas canas, ¡qué se han creído! No van a venir a hacerme ver más vieja de lo que soy, Ja!! Y las saqué una por una con premeditación y alevosía.

  Por harto tiempo se me hizo hábito buscar las canas y sacarlas, lo malo es que siempre encontraba nuevas, y cada vez más… cierto día caí en cuenta que de seguir con ese tratamiento iba a terminar calva, lo que me haría ver bastante peor.

  Tratando de buscar una solución que no me hiciera claudicar de mi promesa de pelo libre, encontré un remedio maravilloso, la Henna, me la recomendó una amiga, era un producto natural que camuflaba a las indiscretas y se iba de a poco, con el lavado de pelo. Ya lo dije, maravilloso, la Henna, mi pelo y yo éramos el trío perfecto.

  No tengo claro qué hice mal, pero de pronto la Henna se iba más rápido que eyaculador precoz, no camuflaba tanto las canas, y lo poco que lo hacía se iba al primer lavado, por lo que hubo que cambiar de estrategia. Hasta entonces me resistía a la obligación de la peluquería, las visitaba solo lo necesario para “cortarme las puntas” y mantener un pelo sano, pero a esa altura necesitaba una opinión especializada así que fui  y me dieron el antídoto ideal, un tinte sin amoníaco que cubre las canas y se va con los lavados sin dejar marcas.

  Con ese tinte estuve un par de años, se suponía debía ir cada vez que fuera necesario. Yo estiraba harto el tiempo porque nunca tan canosa tampoco, y por último, porque me negaba a la esclavitud de la peluquería mensual. Esa resistencia me duró hasta que volvieron a aparecer esos dos pelos blancos que se paran rebeldes e indómitos llamando la atención de quién esté hablándome de frente. Era muy notorio e incómodo, la gente en vez de mirarme a los ojos me miraba los pelos blancos parados al medio de mi cabeza.

  Hace poquito con rabia, pena y mordiendo mis consignas de pelo al talco me fui al sillón del peluquero y acepté la esclavitud de la visita mensual como quién se resigna a lo inevitable.

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